domingo, 3 de julio de 2011

Kaya y el unicornio. (3ª parte)



Cuando abandonaron la ciénaga, Kaya, por primera vez, tenía la certeza de adonde se dirigía. Y la tortuga tenía razón, el camino no era fácil. Salieron del bosque para encontrarse en la falda de una cordillera impresionante. Gigantescas montañas de hielo les rodeaban. Hacía frío y el viento y la nieve les dificultaban la marcha. La niña estaba algo asustada, no tenía muy claro como conseguirían ascender a la cima, si ese era su destino. Pero de repente se fijó en lo que había tomado por una grieta del hielo y que no era otra cosa que un angosto desfiladero, tan estrecho que apenas cabía una persona. Avanzaron con dificultad hasta la entrada y al llegar descubrieron que una enorme serpiente blanca franqueaba la entrada. Parecía dormida, pero al acercarse, se irguió en toda su longitud, amenazadora. Pero Kaya no había llegado hasta allí para amedrentarse ahora. Se bajó del unicornio y se acercó con decisión a la serpiente. Lo más cortés y educada que pudo, le pidió que le dejara pasar. Que tenía que llegar a la cascada, que era un asunto de vital importancia. Pero la serpiente no se movió un ápice. Y con un suave y sibilante voz le dijo que para llegar a su destino debería pagar un tributo, y le señaló una afiladísima columna de hielo. Kaya entendió de que tipo de tributo se trataba y se acercó a la mortal estalagtita, pero se le había adelantado el unicornio. Kaya trató de detenerlo, no podía dejar que su único amigo se sacrificara por ella. Pero antes de que la afilada hoja llegara a lastimar al animal, la serpiente se movió dejándoles el paso franco. Kaya se abrazó llorosa al unicornio, tenía miedo que el sacrificio que le exigieran fuera la vida del unicornio. Eso no podía consentirlo. Prefería mil veces volver a enfrentarse a su triste vida en el orfanato, pero sabiendo que el animal corría libre, a vivir en ese mundo feliz, sabiéndose la causante de la muerte del mejor amigo que había tenido jamás.
Avanzaban muy lentamente por el helado desfiladero. A lo lejos, una hermosa y cálida luz les animaba a continuar. Se escuchaba un rumor de fondo, algo que sonaba como las risas de mil bebés. Algo extraño y mágico. Algo que les encendía el corazón y les llenaba de esperanza.
Al llegar al final del desfiladero contemplaron lo más maravilloso que habían visto. La cascada más imponente que había visto se alzaba ante ellos, y todo el valle era un enorme lago de aguas brillantes y cantarinas. De ellas procedía el sonido que antes escuchara. Kaya quiso correr a la orilla del lago, sumergirse en él, llenarse de su brillo y su alegría, pero. Pero una vez más se lo impidió otra gigantesca serpiente. Esta de color negro, tan amenazadora como sus predecesora.
Kaya paró en seco, temerosa del sacrificio que se le exigiría.
La serpiente negra le explicó que nunca nadie había llegado a ese lugar sagrado y mágico. El corazón de su mundo. Le contó que si se sumergía en lo más profundo del lago, formaría ya parte para siempre de ese lugar. Pero que para eso debería dejar atrás todo lo que era y a todos los que quería. A sus padres y amigos. Incluso debería renunciar a su nombre. Debería entrar en el agua como si de un bebé se tratase, pues en realidad eso es lo que sería, como nacer de nuevo.
Kaya avanzó decidida hacia la serpiente. No era un gran sacrificio. No había nada de su vida que fuera a echar de menos. Ni padres ni amigos, y además odiaba el nombre que le pusieron en el orfanato. No lo echaría de menos. Pero de pronto recordó al unicornio y sitió una punzada en el corazón. Se preguntó si volvería a verlo alguna vez, y si lo recordaría. Quiso despedirse de él, pero al girarse vio que ya se había marchado. Con las lágrimas quemándole en los ojos, se desprendió de su harapiento vestido y desnuda como llegó al mundo se sumergió en las aguas centelleantes. Le sorprendió que el agua estuviera templada, era una sensación agradable. Cómo debía ser una mañana de navidad. Y empezó a reír sin control y sin motivo. Se sentía viva y feliz. Y así fue llegando hasta la parte más profunda del lago, sorprendida por seguir respirando aún bajo el agua. Pero no, no era eso en realidad. Era como si toda ella se hubiera vuelto líquida. Se hubiera convertido en parte de ese lago mágico. Y olvidó todo su pasado, su nombre y su vida. Y fue feliz en esa agua de vida. Formándose y transformándose como un bebé en el útero materno. Cuando emergió a la superficie era la misma pero era distinta a la vez. Seguía siendo una niña, pero ahora tenía la eternidad por delante. Su rostro apenas había cambiado, excepto por sus ojos, antes verde azulados y ahora dorados, cálidos y brillantes.
Y una nueva ilusión en el corazón. Utilizaría sus recién adquiridos poderes, para convertir ese mundo en un refugio para todo aquel que lo necesitara. Un mundo donde todo tuviera cabida, donde todas las criaturas fueran importantes y los deseos fueran la llave y el pasaporte para viajar. Y se puso manos a la obra en esa tarea... pero eso es otra historia y merece ser contada en otra ocasión.

2 comentarios:

Nel Morán dijo...

Esos poderes que llenan la ilusión de Kaya, que regalan esperanza a cuantos se cruzan con ellos. Gracias por hacérnoslos conocer Jengibre.

Blogsaludos

jengibre. dijo...

Hola Adivín.

Gracias a ti por estar ahí siempre. Por animarme a escribir. Así puedo crear universos de palabras donde la ilusión y la esperanza todavía no se han perdido y los sueños se cumplen. Un mundo lejos de la dura realidad. Pero a veces la realidad me vence y mi pluma se queda seca y vacía, la ilusión desparece y mi esperanza parece evaporarse...

Pero se que resurgiré como el ave fenix... sobretodo gracias a gente como tú...

Besitos de jengibre.

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