lunes, 17 de octubre de 2011

El taller mágico.


Sophie era la mas feliz de las niñas. Tenía el cuarto de juegos mas grande de todas sus amigas. Tan grande que ocupaba toda la planta baja del edificio donde vivían. Es lo que tiene ser la única hija del mas reputado juguetero de París. Toda la tienda era su patio de juegos. Su padre nunca le regañaba. Siempre decía que los juguetes son para y por los niños y que era un crimen tener tantos juguetes allí, esperando a que un pequeño les de utilidad. Así que dejaba que su hija curioseara por la tienda en busca de algún juguete que le llamara la atención. Pero había una pequeña excepción. Un pequeño cuartito situado al fondo de la trastienda y que siempre estaba cerrado con llave. 
Sophie se moría de curiosidad por saber que se guardaba allí dentro. Le había preguntado a su padre y le había contestado que era donde se guardaban las herramientas y que por eso estaba siempre cerrado con llave, para que nadie se hiciera daño, pues había objetos muy peligrosos si no se manipulaban con la debida corrección. No quería que por un descuido, su pequeña se hiciera daño. 
Pero lo curioso es que hacía muchos años que nadie trabajaba en el taller. Ya no recordaba cuando fue la última vez que su padre creó una nueva pieza. Ahora casi todo lo que se vendía en la tienda venía de los mejores talleres jugueteros. Eran preciosos pero no tenían aquello que tan famosos habían hecho a los juguetes de su padre. En otro tiempo su padre había sido el maestro juguetero más famoso, no sólo de Paris sino también de toda Europa. Sus creaciones sirvieron de recreo a todos los jóvenes delfines. De sus juguetes se decía que tenían alma. Pero un buen día, en la cumbre de su éxito, dejó su taller, despidió a sus ayudantes y sólo se dedicó a su tienda. 
Sophie sabía que aún hoy en día muchos de sus antiguos clientes le ofrecían cantidades exorbitadas por volver a tener uno de sus juguetes. Pero nada, su padre siempre se negaba.  Algunos le acusaban de malgastar el don que tenía. Pero el no creía en ese don. De hecho a veces pensaba que era una maldición, pero… ¿qué sabían ellos de su don?
Sophie no sabía que le había pasado a su padre para que dejara de crear. Había pasado cuando ella era apenas un bebé. Suponía que tenía que ver con la extraña desaparición de su madre. Pero ese era un tema tabú. Si hablaba sobre ella, su padre se ponía muy triste y se volvía huraño durante días. Por eso Sophie no volvía a sacarle el tema. Eso sí, bombardeaba a preguntas a su nany. No era lo mismo, pero eso saciaba su sed de información.
Se acercaba su cumpleaños y Sophie deseaba un juguete en especial. Algo que no había en la tienda de su padre. Y era extraño. En toda la tienda no había ni una sola casa de muñecas. Había muñecas de todos tamaños y diseños. Pero ni una sola casita de juguete.  Y Sophie quería una. Una de sus compañeras de clase tenía una preciosa. Una niña presumida e insoportable que se había burlado de ella por no tener ninguna. Y eso no podía ser. Le pediría a su padre que le hiciera una. La mejor de todas. Estaba convencida de que su padre no le negaría eso. Sabía lo mucho que la quería. 
Por eso, esa misma noche, decidió pedírselo. Pero no obtuvo la respuesta que quería escuchar. Su padre se negó rotundamente a complacer sus deseos. No volvería a construir una casa de muñecas nunca más. Eso la llenó de asombro. ¿quería decir que antes había construido alguna? Y eso la llenó de esperanza. Esa casita debía estar en algún sitio. Sabía que en la tienda no había ninguna, así que miró en los libros de cuentas para saber si se había vendido alguna y quien fue su comprador. Pero nada. No se había vendido ninguna. Eso era de lo más raro. Podría haber sido un regalo, pero aún así habría quedado registrado en los libros. Su padre lo anotaba todo. También sabía que su padre nunca destruyó un juguete.  Sólo había un sitio donde pudiera estar, en la habitación prohibida. Pero ¿cómo entrar allí sin que se enterara que había entrado? Tampoco sabía cual de todas las llaves habría esa puerta. Tendría que ser más astuta. Una tarde lluviosa, vio a su padre salir del cuartito. Sophie se percató de que llave era y de dónde la guardaba. Sólo lo quedaba esperar su oportunidad. 
Unos días más tarde, su padre tuvo que marcharse de viaje unos días y ella aprovecho para entrar en la habitación. Sacó con cuidado la llave de su escondite, fijándose bien para volver a dejarla igual y que su padre no notara que la había cogido. Y con el corazón latiendo desbocado abrió la puerta prohibida. La tenue luz del quinqué que llevaba reveló un cuarto pequeño y aparentemente vacío. No había herramientas ni nada peligroso. Sólo una enorme casa de muñecas, la más bella que ella había visto jamás. Y a su lado una muñeca. Sophie corrió hacia esa muñeca, quería verla mejor. Sus rasgos le habían recordado a alguien muy querido. Al acercarse y verla mejor descubrió que era igual que su madre. El mismo pelo rubio,  sus mismos ojos. Y aquel vestido tan hermoso que ella tanto admiraba en el retrato que su padre guardaba en aquel camafeo. Rompió a llorar, no sabía muy bien porqué, pero las lágrimas se agolparon en sus ojos y no podía pararlas. Acarició el pelo de la muñeca con ternura. Y en aquel momento escuchó abrirse la puerta. Su padre acababa de abrirla. Su cara pálida, como si hubiera visto un espectro.  Corrió hasta su hija, apartándola con brusquedad de la casa de muñecas. Sin hacer caso de sus lloros y protestas la subió de nuevo a su habitación. Una vez allí, ya metida en su cama y con la muñeca en sus manos le explicó la verdad de aquella habitación. 
“Le contó que cuando era un joven aprendiz estuvo a las órdenes de un maestro juguetero excepcional. Se decía de él que era un mago o que había vendido su alma para conseguir su arte. Nada de esto era cierto. Provenía de una familia de larga tradición. Uno de sus antepasados creó algunos de los autómatas más bellos para el Basileion, en la bella Bizancio. Su arte pasó de padres a hijos hasta llegar a él. Pero el no tenía herederos, y viendo el talento de su aprendiz, le trasmitió su arte y su saber. Así logró crear los mejores artículos y crearse una bien merecida fama. Montó su propio negocio y conoció a una joven maravillosa con la que se casó. Y ahí empezó su desgracia. Un día, su esposa, embarazada de unos meses, le pidió que le construyera una casa de muñecas. Ella nunca había tenido ninguna y deseaba una para decorar el cuarto de juegos del bebé, que estaba convencida sería una niña. No vio motivo para negarse. Aunque nunca había construido ninguna (como no lo había hecho su maestro), se dedicó en cuerpo y alma a construir la más bella de todas las casas que pudieran existir. Puso en ella todo su alma. No le faltaba ningún detalle. El tiempo pasaba, su esposa dio a luz a una niña hermosa y sana, y él no podía ser más feliz. 
Y llegó el día en que la casa estuvo terminada. Era el cumpleaños de su esposa, y preparó todo para que ella disfrutara su gran día. Cenaron en uno de los mejores restaurantes de París. Ella estaba preciosa con su vestido de seda y encajes, su favorito. Cuando volvieron a casa, allí estaba la casita, en el centro del salón. Ella, entusiasmada corrió a verla. Admirando cada detalle, feliz y emocionada El fue a buscar unas copas para brindar con el mejor champán. Pero cuando ella abrió la puerta de entrada algo extraño sucedió. Sintió que todo le daba vueltas y perdió el conocimiento. Y cuando su esposo regresó, lo único que vio fue una preciosa muñeca de porcelana, totalmente idéntica a su esposa, dentro de la casita de muñecas. A partir de ese día, dejó de fabricar juguetes y escondió la casa maldita.”
Al terminar el relato Sophie lloraba desconsolada. En sus manos tenía a su madre, convertida en una muñeca de porcelana.  Le preguntó si no había algún modo de que volviera a su estado. Él le aseguró que lo había probado todo. Pero nada daba resultado. Por eso nunca quiso que ella se acercara a la casa, no quería perderla a ella también. 
Desde aquella noche, no volvieron a hablar del tema. La habitación volvió a cerrarse con llave, y Sophie guardó la muñeca en su habitación. 
Y algún día encontraría la manera de romper la maldición.


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